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CONOCIMIENTO DE DIOS Y REVELACION DIVINA


El evangelio cristiano proclama que Dios es un ser personal. Es decir, sostiene que el Dios que realmente existe, creador de los cielos y la tierra, no es una fuerza impersonal, ni una hipótesis filosófica, ni el conjunto del mundo natural, sino una persona.

Con esto, no queremos decir que su personalidad sea exactamente como la de un ser humano. Los hombres fuimos creados a su imagen, no él a la nuestra. Dios siempre será mucho más "persona" que nosotros. De hecho, empleamos la palabra persona sólo porque nuestros puntos de referencia y nuestro lenguaje están limitados inevitablemente a lo humano. Sencillamente, no tenemos otras palabras para expresar la realidad de Dios excepto las que empleamos para describir nuestra propia realidad. Podemos y debemos suponer que la personalidad de Dios excede a nuestra capacidad de imaginación y que es infinitamente mayor y más compleja que la nuestra. Pero no debemos caer en el error de hacerle menos persona que nosotros.

Por lo tanto, cuando hablamos de conocer a Dios, no estamos hablando de aquel conocimiento propio de una fórmula científica o de una disciplina académica. Toda rama de conocimiento tiene sus propias reglas y disciplinas. Si Dios fuera una abstracción filosófica, quizás llegaríamos a conocerle por la vía de la especulación filosófica. Si fuera una fuerza impersonal, a lo mejor podría ser conocido por medio de las leyes propias de las ciencias físicas. Si fuera lo supremo del mundo natural, se le conocería por medio de la investigación de las ciencias naturales. Pero no podemos poner a Dios en un tubo de ensayo para analizarle. Resulta que es una persona, y como tal tenemos que llegar a conocerle.

Esto nos conduce a dos consideraciones. En primer lugar, necesitamos recordar que todo conocimiento nuestro de otra persona es parcial; nunca es total. Aun en las relaciones humanas más íntimas e intensas —el matrimonio, por ejemplo—, las dos personas no llegan nunca a conocerse absolutamente del todo. Esto es inevitable, si consideramos que ni siquiera llegamos a conocernos perfectamente a nosotros mismos. ¡Cuánto más cierto será de nuestra relación con Dios! Él, porque es nuestro Creador, nos conoce perfectamente. Pero nosotros nunca podremos conocerle a él sino en parte, al menos mientras estemos en esta vida terrenal: Ahora vemos por un espejo, veladamente, pero entonces veremos cara a cara; ahora conozco en parte, pero entonces conoceré plenamente, como he sido conocido (1 Corintios 13:12).

Por eso mismo, ante la pregunta: ¿Conoces a Dios?, el cristiano contestará siempre: Sí y no; mi conocimiento de él es verdadero, pero sólo es parcial. Y, también por eso, la vida cristiana debe participar de un crecimiento continuo y constante en el conocimiento de Dios. No podemos conformarnos con lo que ya conocemos acerca de él, como si eso fuera todo lo que hay que conocer. Esta clase de conocimiento no es tanto un "estado" ya alcanzado, sino un camino que seguimos con perseverancia, a sabiendas de que, por mucho que conozcamos a Dios, aun le conocemos muy poco: No hemos cesado de orar por vosotros y de rogar que seáis llenos del conocimiento de su voluntad en toda sabiduría y comprensión espiritual, ... dando fruto en toda buena obra y creciendo en el conocimiento de Dios (Colosenses 1:9-10).

Pero, aunque nuestro conocimiento de Dios sea parcial, no por eso deja de ser real. El creyente verdadero puede afirmar con el apóstol: Yo sé en quién he creído (2 Timoteo 1:12). Aun acerca de los más recién nacidos hijos de Dios, se puede decir: Conocéis al Padre (1 Juan 2:13). El creyente ha empezado ya a caminar en una relación verdadera con Dios, si bien aspira siempre a más. Siente la atracción de Dios. Sabe que sin él no vale la pena vivir. Prosigue a la meta de la vida eterna, al conocimiento de Dios en plenitud.

¿A quién tengo yo en los cielos, sino a ti? Y fuera de ti, nada deseo en la tierra. Mi carne y mi corazón pueden desfallecer, pero Dios es la fortaleza de mi corazón y mi porción para siempre. Porque he aquí, los que están lejos de ti perecerán ... Mas para mí, estar cerca de Dios es mi bien; en Dios el Señor he puesto mi refugio (Salmo 73:25-28).

En segundo lugar, necesitamos considerar la "metodología" que se emplea en el conocimiento personal. ¿Cómo llegamos a conocer a una persona? Principalmente por dos vías: por medio de la información que recibimos de otras personas acerca de ella, y por medio de la convivencia y la relación personal con ella.

A mí me gustan mucho las biografías de personajes históricos. Acabo de leer una sobre la vida de George Washington. En cierto sentido, como consecuencia de esta lectura, le "conozco" tan bien como a algunas personas a las que he tratado personalmente, o quizás mejor. En este sentido, es verdad que, cuanto más investigas sobre la vida de una persona, tanto mejor la conoces. Sin embargo, si fuese por la vida diciendo que conozco a Washington, la gente me tendría por loco; porque la palabra conocer, en su uso habitual en el contexto de las relaciones personales, presupone un mínimo de convivencia o contacto directo. Así pues, el conocimiento de una persona requiere tanto una información adecuada como una relación viva.

Pero, ¡ojo! La información y la relación pueden establecerse sobre fundamentos equivocados y conducir a malentendidos en vez de a un conocimiento verdadero. La información puede ser parcial, distorsionada o sencillamente falsa. La biografía de Washington que acabo de leer pretendía contrarrestar las distorsiones de otras biografías anteriores, algunas de las cuales parecían más una labor de hagiografía que de historia, mientras otras estaban plagadas de calumnias y difamaciones. No es cuestión, pues, sólo de informarnos; necesitamos informarnos bien.

Por otro lado, es posible convivir durante años con alguien y luego decir: ¡Qué poco le conozco! Porque, quien más quien menos, todos nos escondemos tras máscaras. Todos tenemos nuestro mundo interior secreto. En realidad, sólo conocemos a otra persona en la medida en la que ella se abre ante nosotros. Si alguien no quiere ofrecernos su confianza, si no quiere compartir con nosotros sus pensamientos y sentimientos íntimos o no se comunica con nosotros, difícilmente podemos llegar a conocerle. Hay seres humanos que, a causa de no sé qué heridas del pasado, están cerrados casi herméticamente en sí mismos. Apenas hablan. Su cara es una máscara inmóvil que no registra sus emociones. Controlan y suprimen los gestos corporales. Son para nosotros como "libros cerrados". ¿Acaso Dios es así?

En absoluto. La Biblia le revela como un Dios ansioso de entablar relaciones profundas con sus criaturas, que extiende todo el día sus manos a un pueblo desobediente y rebelde (Romanos 10:21). En este caso, el problema de la incomunicación no es de Dios, sino nuestro. Toda relación que conduce a un verdadero conocimiento personal es cosa de dos. Sólo puedo esperar que el otro se me abra y me deje compartir su vida en la medida en que yo estoy dispuesto a hacer lo mismo. Pasa igual con la relación con Dios. Tiene que fundamentarse sobre bases de apertura, transparencia y sinceridad. No podemos guardarnos secretos ni colocarnos máscaras. No podemos esperar que él se abra ante nosotros mientras nosotros no estemos dispuestos a abrirnos ante él.

En otras palabras, el encuentro con Dios implica necesariamente el encuentro con nosotros mismos. No podemos profundizar en la relación con él mientras no seamos abiertos, vulnerables y sinceros con nosotros mismos. Dios entabla relaciones con el humilde de espíritu, el quebrantado de corazón y el que practica la sencillez, no la doblez. En vano buscaremos conocerle si en nosotros no hay una disposición humilde y sincera. Como venimos diciendo, el camino a Dios tiene su precio. No es para los arrogantes, ni para los que creen en su propia rectitud, ni para los que encubren su pecado. Es un camino moral y espiritual, además de intelectual.

En resumidas cuentas, pues, hay al menos dos factores en el conocimiento de otra persona: la información acerca de su vida y una relación personal con ella; y, para conocerla bien, es necesario que la información sea fidedigna y que la relación sea transparente. Por lo tanto, si queremos conocer a Dios, tenemos que resolver dos cuestiones: por un lado, descubrir dónde podemos hallar una información fiel acerca de él y luego dedicar tiempo a estudiarla; por otro, descubrir cómo podemos entrar en relación con él y luego desarrollarla.

Procedamos, pues, a considerar la primera de las dos preguntas que hemos planteado: ¿dónde podemos encontrar una fuente fidedigna de información acerca de Dios?

La respuesta cristiana es inequívoca: en la Biblia, la Palabra de Dios. Este no es el lugar para explorar el vasto tema del origen, la redacción y la canonicidad de las Sagradas Escrituras, ni siquiera para exponer el concepto de la inspiración bíblica ni para contestar a los muchos intentos de desacreditarla. En estos momentos, no podemos hacer más que recordar que el Dios que realmente existe no se ha callado, sino que se ha revelado a lo largo de la historia humana; y que la esencia de su revelación se halla plasmada en las Escrituras. Por tanto, el evangelio cristiano supone que es imposible informarnos correctamente acerca del Dios viviente y, a la vez, descuidar la revelación bíblica:

Las Sagradas Escrituras ... te pueden dar la sabiduría que lleva a la salvación mediante la fe en Cristo Jesús. Toda Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para reprender, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios (es decir, el hombre que conoce a Dios y vive según su voluntad) sea perfecto, equipado para toda buena obra (2 Timoteo 3:15-17).

Ninguna persona que ha descuidado la lectura y el estudio de las Escrituras tiene autoridad moral para cuestionar la existencia y la naturaleza de Dios, pues ellas constituyen el único depósito fiable y autorizado de la fe. El mensaje cristiano acerca de Dios no descansa solamente sobre el testimonio subjetivo de los creyentes, sino también sobre la revelación de Dios mediante sus grandes actos históricos realizados a lo largo de los siglos y registrados en su Palabra, la coherencia de la cual es para nosotros una de las mayores evidencias de su autenticidad.


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"¿Qué debo hacer para ser salvo? Ellos dijeron: Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo" (Hechos de los Apóstoles 16:30-31)
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