Libros cristianos

¿POR QUE NO CONOCEMOS TODOS A DIOS?


Dios, si existe de verdad, debe ser por definición la realidad suprema de la vida, el mayor objeto de nuestra devoción y la principal premisa detrás de todo pensamiento nuestro. Pero, en ese caso, ¿cómo explicar el hecho de que muchos de nuestros contemporáneos duden hasta de su existencia? ¿No demuestra esto de por sí que las evidencias a favor de su existencia son muy pobres? El que algunos sean incapaces de ver lo que tendría que ser lo más evidente de todo, ¿no sugiere que aquellos que pretendemos verlo no somos más que unos ilusos?

A esto la revelación bíblica nos diría dos cosas, por lo menos. En primer lugar, no debe sorprendemos el que no seamos capaces de ver la realidad suprema de nuestro universo, sencillamente porque, a causa de nuestra pequeñez, tenemos la tendencia a reducir el concepto de Dios al tamaño de un ser humano, y a buscar no a Dios, sino una proyección de nuestra imaginación a la que damos el título de dios. Y a este dios, efectivamente, ni lo encontramos ni lo vemos.

Una vez vi cómo una hormiga daba vueltas sobre mi zapato y pensé: ¿Cómo es que da vueltas así, aparentemente sin darse cuenta de mi existencia? ¿Acaso no sabe que, con sólo agacharme, podría aplastarla entre mis dedos? ¿No comprende que a mí no me gusta que las hormigas se me suban encima y, por tanto, que corre un gran riesgo poniéndose a dar vueltas en mi zapato? Pero la hormiga seguía dando vueltas sin inmutarse. No sabía que yo existía. ¿Por qué? ¿Acaso porque soy pequeño o poco visible? No. Al contrario. Sencillamente porque no tenía ojos para yerme.

Muchos de nosotros, durante muchos años, hemos estado dando vueltas sobre el zapato de Dios sin poder verle. Repetimos como mantra: Dios no existe, Dios no existe, Dios no puede existir, porque no lo veo; cuando, de hecho, no lo vemos a causa de nuestra propia ceguera y porque estamos buscando un dios de nuestro tamaño. Parece ser que no comprendemos que el Dios verdadero, por ser creador del tiempo y del espacio, no puede ser limitado por ellos; por ser creador de todo lo visible, no puede ser visible él mismo; por ser creador de nuestro cerebro, trasciende forzosamente nuestros poderes de imaginación e intelecto. Dios está tan lejos de nuestra percepción humana como nosotros lo estamos ante la percepción de la hormiga.

Hay muchos textos bíblicos que hablan de la trascendencia de Dios. Como botón de muestra, consideremos Isaías 55:8-9: Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos —declara el Señor—; porque como los cielos son más altos que la tierra, así mis caminos son más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos. Por mucho que extendamos nuestra capacidad racional, no podremos crear un concepto adecuado de Dios. Sus pensamientos siempre se nos escaparán, porque él es infinitamente inmenso y eterno, mientras que nosotros, en comparación, somos seres pequeños confinados al tiempo y al espacio.

La primera razón, pues, por la que no conocemos automática y naturalmente a Dios es su trascendencia. Sin embargo, ya hemos visto que Dios condesciende a revelarse a sí mismo de maneras accesibles a nuestro entendimiento. Por tanto, nuestra pequeñez no es la principal causa de nuestra ignorancia de Dios. Ésta la tenemos que buscar en una segunda razón: Dios es santo y nosotros somos pecadores.

Por este motivo no podemos hablar acerca del conocimiento de Dios sin abordar el tema de nuestra condición humana. Si no entendemos bien el análisis bíblico de nuestra condición ni estamos dispuestos a someternos a los remedios que nos ofrece para ella, nunca entenderemos por qué no conocemos a Dios, ni tampoco podremos llegar a conocerle:

En vano me buscáis. Yo soy Jehová que hablo justicia, que anuncio rectitud (Isaías 45:19, versión Reina-Valera 1960).

Vuestras iniquidades han hecho separación entre vosotros y vuestro Dios, y vuestros pecados le han hecho esconder su rostro de vosotros (Isaías 59:2).

El veredicto bíblico en cuanto a nuestra condición humana se puede resumir en las palabras de Romanos 3:10-11: No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda; no hay quien busque a Dios. Aquí vemos las tres columnas sobre las cuales descansa nuestra miseria humana: la injusticia, la necedad y la impiedad. El comienzo de nuestros males es nuestra impiedad (no hay quien busque a Dios): consciente o inconscientemente, le hemos dado la espalda a Dios y vivimos sin contar con él, sin reconocer sus derechos como nuestro Creador y Señor, y sin adorarle como Dios.

Dos consecuencias derivan de nuestra impiedad: por un lado, al darle la espalda a la suprema realidad del universo, destruimos los fundamentos filosóficos de nuestra vida. La impiedad conduce necesariamente a la necedad, porque, si le damos la espalda al Dios que existe verdaderamente, a partir de ese momento, por muy brillantes que sean nuestros pensamientos y por muy rigurosa que sea nuestra lógica, en última instancia no son más que locuras humanas que descansan sobre premisas erróneas. ¿Cómo podemos tener un entendimiento acertado del mundo si negamos la existencia de su creador? ¿Cómo podemos entender el propósito de nuestra existencia si desatendemos al autor de la vida? Borramos de nuestra cosmovisión la imagen de Dios y luego intentamos crear filosofías que hagan las veces de Dios. No podemos vivir sin algún tipo de marco ideológico que justifique nuestra existencia, por lo cual edificamos imponentes sistemas ideológicos fundados sobre las arenas movedizas de nuestro propio saber, sistemas que pronto acusan su falta de cimientos estables y se desmoronan a causa del peso de su propia insuficiencia. Esto es lo que la Biblia llama necedad, refiriéndose a todo sistema filosófico o religioso que no se funda en el Dios verdadero (Romanos 1:22-23). De ahí la existencia del grotesco mercado de las religiones en el cual el mundo pretende vendernos sus manzanas.

Por otro lado, nuestra impiedad conduce inexorablemente a la injusticia. Si practicamos la impiedad es con el fin de que, habiendo destronado a Dios, podamos colocar nuestro propio egocentrismo en su lugar. Yo mismo me convierto en el centro de mi universo. Vivo para la satisfacción de mis propios apetitos y de mis propias aspiraciones. Mi egoísmo es la raíz de toda la injusticia de mi vida.

Éste, pues, es el veredicto de Dios. Somos injustos: No hay justo. Somos necios: No hay quien entienda. Somos impíos: No hay quien busque a Dios. Nos hemos apartado de los propósitos que Dios tenía para nosotros: Todos se han desviado. Y como consecuencia, a una se hicieron inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno (Romanos 3:12). Nos hemos estropeado. Ya no servimos como seres humanos. Ésta es la denuncia con que Dios nos acusa. Y, francamente, no nos gusta. En seguida empezamos a aducir nuestros argumentos en contra de él. Decimos que la gente es buena en el fondo, cuando la Biblia dice justo lo contrario: la gente aparenta ser relativamente buena en la superficie; pero, si rascas un poco, descubres que es egoísta. Tú y yo no buscamos a Dios, no amamos la verdad, sino que nos recreamos en nuestro egocentrismo.

Ésta, pues, es la respuesta principal a nuestra pregunta: ¿Por qué no conocemos todos a Dios? No le conocemos porque, inconsciente o conscientemente, hemos rechazado su derecho soberano sobre nosotros. No hemos querido someternos a su voluntad, sino que hemos seguido la nuestra. Él no se ha alejado de nosotros, sino nosotros de él. Mientras te aferres a tu autonomía personal, a tu propia voluntad y a tu egocentrismo, tú mismo levantas una infranqueable barrera entre tú y Dios.

Dios se revela como alguien que nos busca, que extiende su mano hacia nosotros en amor y nos invita a volver a él. Pero sólo seremos capaces de aceptar la invitación si agachamos la cabeza y reconocemos el acierto del diagnóstico bíblico: que somos seres mezquinos que hemos estropeado e inutilizado nuestra humanidad y sólo nos merecemos la ira de nuestro creador. Nunca conoceremos al Dios verdadero, al Dios que se revela a través del Señor Jesucristo, mientras nos neguemos a aceptar el veredicto divino en cuanto a nuestro pecado.

Por eso, el Señor Jesucristo decía que las prostitutas y los pecadores más descarados entrarían antes que las personas que se consideran justas en el reino de Dios. Porque éstas son incapaces de aceptar el veredicto de Dios, mientras que aquéllos conocen de sobra la miseria de su condición.

Y, por eso también, el conocimiento de Dios no es sólo un proceso racional en el que escuchamos evidencias, argumentos y explicaciones, llegando a nuestras propias conclusiones. El camino a Dios, desde luego, tiene todas estas dimensiones. Pero Dios suele alcanzamos, finalmente, no en el nivel de la mente, sino a través de la mente en el nivel de nuestro corazón y de nuestra voluntad. Lo queramos o no, creer en Dios es una cuestión con grandes ramificaciones morales. Es una cuestión que afecta a nuestra humildad de espíritu, a nuestra reacción ante el veredicto de Dios, a nuestro deseo de pureza en el corazón y a nuestro hambre y nuestra sed de justicia.

Aquí está el punto de partida. Es a aquel que se quebranta y se humilla delante de Dios, reconociendo y confesando sus pecados y rebeliones, a quien Dios se manifiesta.

Así dice el Alto y Sublime que mora en eternidad y cuyo nombre es Santo: Habito en lo alto y santo, y también con el contrito y humilde de espíritu (Isaías 57:15).

En cambio, Dios se aleja de toda persona que se niega a aceptar su condición pecadora y a someterse al señorío divino o que sigue creyendo en su propia justicia y aferrándose a su autonomía y a su propia voluntad.


Volver al Ìndice



Su opinión nos interesa

Haga su valoración


Seleccione un valor del 1 al 10






Biblia en linea
"¿Qué debo hacer para ser salvo? Ellos dijeron: Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo" (Hechos de los Apóstoles 16:30-31)
PROVINCIA

Pueblos de Avila