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RECONCILIACION CON DIOS POR MEDIO DE LA MUERTE DE CRISTO


Ahora llegamos a lo que es para mucha gente la gran encrucijada en el camino a Dios. Tenemos que abordar una idea sorprendente, por no decir inverosímil, increíble o escandalosa. Llegamos a lo que es el mismo centro del mensaje cristiano: que nuestro conocimiento del Dios vivo y verdadero depende de la muerte hace dos mil años de Jesús de Nazaret, crucificado por los romanos. Los cristianos creemos que la muerte de Jesucristo es la condición fundamental para que el ser humano pueda llegar a conocer a Dios. O sea, que si Cristo no hubiese muerto, no habría ninguna posibilidad de conocerle verdaderamente.

A primera vista, esta idea parece tan extraña que, nada más llegar a este punto en la exposición del evangelio, muchas personas dejan de escuchar. Siempre ha sido así. En tiempos apostólicos, el mensaje de la cruz —es decir, la idea de que sólo la muerte de Cristo puede limpiarnos de pecado y ponernos en condiciones de conocer a Dios— era tenido por los judíos como tropezadero y por los gentiles como locura (1 Corintios 1:18 y 23). Si nosotros no compartimos su reacción, quizás sea sencillamente porque estamos tan acostumbrados a oír repetir la idea de que la muerte de Cristo quita los pecados que, aun sin haberla asimilado como hecho verdadero y real, la familiaridad de las palabras encubre el carácter sorprendente del concepto. Pero ha llegado el momento de contemplar con serenidad y objetividad esta enseñanza: ¿realmente es posible que la muerte de Jesús pueda quitar mi pecado y así abrirme el acceso a Dios?

Una lectura de los evangelios y de las epístolas del Nuevo Testamento en seguida nos demuestra que, cuando Jesús mismo y los apóstoles hablan de Jesús como el único camino a Dios, el único medio por el cual podemos llegar a conocerle, suelen explicar en seguida que es a través de su muerte como se llega a forjar ese camino.

Acabamos de ver que el principal obstáculo que impide nuestro libre acceso a Dios es nuestro pecado. Somos pecadores. En cambio, Dios es absolutamente santo. Vuestras iniquidades han hecho separación entre vosotros y vuestro Dios (Isaías 59:2). Si no logramos solucionar la cuestión de nuestro pecado —o, para expresar lo mismo en términos bíblicos, si no logramos que nuestros pecados sean remitidos y que seamos justificados y perdonados ante Dios—, no podemos entrar en su presencia. Esta, según el testimonio unánime de las Escrituras, es nuestra triste condición: culpables, merecedores sólo de la ira de Dios, reos de muerte, excluidos definitivamente de su presencia y alejados para siempre de su gloria.

El pecado siempre implica un principio de ruptura en nuestra relación con Dios. Esto lo sabemos bien los que somos creyentes, porque incluso después de nuestra justificación en virtud de la muerte expiatoria de Jesús, sabemos que en nuestra experiencia diaria el disfrute de la presencia de Dios y la práctica del pecado son dos principios que se excluyen mutuamente.

Pero ¡cuánto más en el caso de una persona que nunca ha sido justificada por Cristo! El pecado forja un gran abismo de separación entre ella y Dios. Por eso, el hombre natural —el hombre en su estado natural pecaminoso— no puede llegar a Dios ni conocerle. No puede haber intimidad con Dios sin que haya una solución al pecado. Puesto que Dios es santo, no podemos entrar en relación con él sin ser santos nosotros también.

¿Cómo, pues, pueden las personas pecadoras como nosotros llegar a ser santificadas? Esta es la pregunta fundamental que tenemos que contestar antes de poder progresar en el tema del conocimiento de Dios.

¿Acaso lo podemos lograr mediante nuestros propios esfuerzos por ser buenos? No. Es tan imposible que los que somos pecadores por naturaleza nos vayamos santificando progresivamente en base a nuestros propios esfuerzos como que una manzana podrida pueda, en base a su propio esfuerzo, volverse sana. O, como dice la Biblia: ¿Puede el etíope mudar su piel, o el leopardo sus manchas? Así vosotros, ¿podréis hacer el bien estando acostumbrados a hacer el mal? (Jeremías 13:23).

¿Cómo, pues, podemos ser santos y justos, y así tener entrada a la presencia de Dios? La respuesta divina es: la locura de la cruz. Dios mismo toma forma humana en Jesucristo a fin de llevar sobre sí el castigo de separación eterna que nosotros nos merecíamos. Él mismo viene a ser nuestro sustituto y a sufrir en su carne la pena capital que estaba destinada a nosotros, para que nosotros podamos ser perdonados. Cuando, en medio de su angustia en la cruz, el Cristo moribundo clamó: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? (Mateo 27:46), los creyentes sabemos bien cuál es la respuesta: Dios se separó de su Hijo porque en aquel momento llevaba sobre sí la culpa de nuestros pecados y moría en nuestro lugar. Lo hacía por nosotros, para que nuestros pecados fueran remitidos y pudiéramos ser justificados ante Dios. Lo hacía para que pudiéramos ser reconciliados con Dios, ser recibidos por él como hijos amados y disfrutar para siempre de su presencia y comunión.

Hay dimensiones de la obra redentora de Cristo en la cruz que nunca vamos a entender, al menos en esta vida. Puede que nuestra primera reacción ante ella sea pensar que no es justa, que no es justo que otro sea juzgado en nuestro lugar y que nosotros seamos declarados justos e inocentes. Pero ¿y si el que nos sustituye es Dios mismo hecho hombre expresamente con este fin? ¿Qué pasa si el juez que dicta la sentencia y el sustituto que la cumple son el mismo? ¿Cómo queda entonces la justicia de la cuestión? La justicia de Dios es sublime y trasciende nuestra capacidad de medirla. ¿Quién puede evaluar la justicia de un Dios que carga sobre sí el castigo que él mismo ha decretado? ¿Con qué autoridad moral y según los cánones de qué legislatura le diremos nosotros —los delincuentes— al Dios recto, integro y santo que la justicia de la cruz es una equivocación?

En todo caso, de lo que dice la Biblia se desprenden tres ideas absolutamente claras acerca de la muerte de Jesús:

1. Jesús mismo dijo repetidamente que era necesario que muriera.

Desde entonces Jesucristo comenzó a declarar a sus discípulos que debía ir a Jerusalén y sufrir muchas cosas ... y ser muerto (Mateo 16:21).

Mirad, subimos a Jerusalén, y se cumplirán todas las cosas que están escritas por medio de los profetas acerca del Hijo del Hombre. Pues será entregado a los gentiles, y será objeto de burla, afrentado y escupido; y después de azotarle, le matarán (Lucas 18:31-33).

Jesús afirmaba no sólo que su muerte era necesaria, sino también que iba a ser voluntaria. El ponía libremente su vida para salvar a todo aquel que creyera en él:

El Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos (Mateo 20:28).

Por eso el Padre me ama, porque doy mi vida, para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy de mi propia voluntad. Tengo autoridad para darla, y tengo autoridad para tomarla de nuevo (Juan 10:17-18).

Incluso Jesús afirmaba que la razón de ser de su vida era su muerte:

Ahora mi alma se ha angustiado; y ¿ qué diré: "Padre, sálvame de esta hora (la muerte)"? Pero para esto he llegado a esta hora (Juan 12:27).

2. La necesaria muerte del Mesías está en consonancia con lo que habían predicho los profetas.

Como acabamos de ver (en Lucas 18:31-33), Jesús mismo afrontó la muerte a sabiendas de que estaba cumpliendo lo que los profetas habían predicho. Igualmente, los apóstoles, después de la ascensión de Jesús, siguieron insistiendo en que su muerte y resurrección habían sido anunciadas previamente por los profetas (ver, por ejemplo, Hechos 2:30-32; 3:18).

Un ejemplo clásico de cómo las Escrituras del Antiguo Testamento anuncian la muerte de Jesús se encuentra en el texto (Isaías 53:7-8) que leía el alto funcionario de Etiopía al encontrarse con Felipe:

El pasaje de la Escritura que estaba leyendo era éste: Como oveja fue llevado al matadero; y como cordero, mudo delante del que lo trasquila, no abre él su boca. En su humillación no se le hizo justicia; ¿quién contará su generación? Porque su vida es quitada de la tierra. El eunuco respondió a Felipe y dijo: Te ruego que me digas, ¿de quién dice esto el profeta? ¿De sí mismo, o de algún otro? Entonces Felipe abrió su boca, y comenzando desde esta Escritura, le anunció el evangelio de Jesús (Hechos 8:32-35).

Pero las Escrituras del Antiguo Testamento no solamente profetizaban la muerte de Jesús; también explicaban la razón de su muerte. Por ejemplo, el texto inmediatamente anterior a la porción leída por el etíope dice:

Fue despreciado y desechado de los hombres, varón de dolores y experimentado en aflicción... Ciertamente él llevó nuestras enfermedades, y cargó con nuestros dolores; con todo, nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y afligido. Mas él fue herido por nuestras transgresiones, molido por nuestras iniquidades. El castigo, por nuestra paz, cayó sobre él, y por sus heridas hemos sido sanados. Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, nos apartamos cada cual por su camino. Pero el Señor hizo que cayera sobre él la iniquidad de todos nosotros (Isaías 53:3-6).

¡El castigo que nos trajo la paz cayó sobre él! Dios tomó la pena capital que nosotros nos merecíamos y la cargó sobre Cristo a fin de efectuar la paz y la reconciliación con nosotros.

Pero, más aún que ciertos textos proféticos explícitos, todo el conjunto del Antiguo Testamento y todo el sistema levítico de sacrificios expiatorios nos preparan para entender el significado de la muerte de Jesús. Dios, a lo largo de muchos siglos, fue enseñando al pueblo judío ciertas verdades acerca de cómo el ser humano puede entablar y mantener la comunión con él. Mandó edificar el tabernáculo y, posteriormente, el templo, como símbolo de su morada en medio de su pueblo. Aun así, el pueblo mismo no podía entrar en el Lugar Santísimo so pena de muerte. Sólo podía entrar el sumo sacerdote en representación del pueblo, y esto sólo una vez al año y después de hacer una serie de abluciones y sacrificios. Con esto se estableció muy claramente entre los judíos la idea de la absoluta santidad de Dios, la inmundicia del hombre y la consecuente imposibilidad de que el hombre pueda acercarse a Dios sin ser limpiado previamente de sus pecados. No puede haber entrada "barata" en la presencia de Dios. Sólo puede lograrse en base a la remisión de pecados.

El problema que presentaba el sistema levítico era que en realidad no podía proveer esa remisión, excepto de una manera simbólica, y en consecuencia sólo podía dar lugar a un encuentro simbólico con Dios. Esto no quiere decir que los creyentes de entonces no tuvieran ninguna posibilidad de conocer a Dios. Basta con leer los Salmos para ver que disfrutaban de una relación con él tan viva e intensa —o más— como la de muchos creyentes de hoy. Pero esa relación, como la nuestra, era fruto de la fe en virtud de aquel único sacrificio, el de Jesucristo, del cual los sacrificios levíticos constituían un pobre anticipo.

El gran texto bíblico que explica estas cosas es la Epístola a los Hebreos. Escuchemos lo que dice acerca de los sacrificios expiatorios del Antiguo Testamento, en contraste con la muerte expiatoria de Cristo:

Ya que la ley sólo tiene la sombra de los bienes futuros y no la forma misma de las cosas, nunca puede, por los mismos sacrificios que ellos ofrecen continuamente año tras año, hacer perfectos a los que se acercan ... porque es imposible que la sangre de toros y de machos cabríos quite los pecados (Hebreos 10:1-4).

Es decir, los sacrificios prescritos por la ley del Antiguo Testamento anticipaban los gloriosos efectos salvadores del sacrificio de Cristo (eran como su sombra), pero no tenían su eficacia. No podían revestir a los que se acercaban a Dios con aquella perfección moral que únicamente capacita al hombre para morar en su presencia. Y era así porque un animal nunca puede ser el sustituto válido de un ser humano. Por lo tanto, su muerte en sacrificio no puede remitir el pecado humano de verdad. Pero, en contraste, cuando Cristo entra en el mundo dice:

He aquí, yo he venido ... para hacer, oh Dios, tu voluntad ... Por esta voluntad hemos sido santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo una vez para siempre. Y ciertamente todo sacerdote (levítico) está de pie, día tras día, ministrando y ofreciendo muchas veces los mismos sacrificios, que nunca pueden quitar los pecados; pero él (Jesús), habiendo ofrecido un solo sacrificio por los pecados para siempre, se sentó a la diestra de Dios ... Porque por una ofrenda él ha hecho perfectos para siempre a los que son santificados (Hebreos 10:7-14).

Es decir, Jesucristo se sometió voluntariamente al plan de Dios para nuestra salvación y se entregó como sacrificio para expiar nuestros pecados. ¡Y su muerte es realmente válida ante Dios! Aquel que se acerca a Dios confiando en la plena eficacia de la sangre de Jesús para quitar los pecados, descubre que Dios le recibe como santificado, hecho perfecto para siempre. La consecuencia es obvia: santificados, justificados, perdonados por la sangre de Jesús, ya no hay obstáculo para que moremos siempre en la presencia de Dios, disfrutando de la comunión con él y creciendo constantemente en su conocimiento.

Entonces, hermanos, puesto que tenemos confianza para entrar al Lugar Santísimo por la sangre de Jesús, por un camino nuevo y vivo que él inauguró para nosotros, ... acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe (Hebreos 10:19-22).

Ahora estamos en condiciones de entender el significado de la sorprendente afirmación del último de los profetas del Antiguo Testamento, Juan el Bautista, al ver acercarse a Jesús: He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Juan 1:29). En otras palabras: ¡Mirad bien a aquel hombre! No es otro sino aquella víctima expiatoria provista por Dios, cuya muerte traerá realmente la remisión de pecados.

3. Los apóstoles, instruidos por las profecías del Antiguo Testamento y por las enseñanzas de Jesús, predicaban constantemente que éste murió para expiar nuestros pecados y reconciliarnos con Dios.

El apóstol Pedro lo expresó de esta manera:

...sabiendo que no fuisteis redimidos de vuestra vana manera de vivir heredada de vuestros padres con cosas perecederas como oro o plata, sino con sangre preciosa, como de un cordero sin tacha y sin mancha, la sangre de Cristo (1 Pedro 1:18-19).

El apóstol Juan, de esta otra:

La sangre de Jesús su Hijo (de Dios) nos limpia de todo pecado. Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, le hacemos a él mentiroso y su palabra no está en nosotros ... Si alguno peca, Abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. Él mismo es la propiciación por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero (1 Juan 1:7-2:2).

Pero, sin duda, es el apóstol Pablo quien explora en mayor detalle estas verdades acerca de los efectos redentores, limpiadores, santificadores y reconciliadores de la muerte de Jesús. Por ejemplo, en su gran exposición del evangelio en la Epístola a los Romanos dice:

Pero ahora... la justicia de Dios [es decir, la justificación del hombre pecador hecha posible por Dios) ha sido manifestada, atestiguada por la ley y los profetas; es decir, la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen (Romanos 3:21-22).

Vale la pena interrumpir el discurso aquí para insistir en lo que dice Pablo. Cuando los apóstoles afirman que Jesucristo murió "por todos", quieren decir "por todos sin discriminación", no "por todos sin excepción". Los beneficios de los sacrificios levíticos se circunscribían al ámbito de Israel; los del sacrificio de Jesús se extienden al mundo entero. Pero, en todo caso, son para todos los que creen en él.

...porque no hay distinción; por cuanto todos pecaron y no alcanzan la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por su gracia por medio de la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios exhibió públicamente como propiciación por su sangre a través de la fe (Romanos 3:22-25).

Después de establecer que la única manera en la que el pecador puede ser justificado es por creer en Jesucristo y por abrazar, por la fe, su muerte expiatoria en la cruz, más adelante Pablo nos dice cuáles son las consecuencias de nuestra justificación:

Por tanto, habiendo sido justificados por la f3, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo, por medio de quien también hemos obtenido entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios (Romanos 5:1-2).

Y lo resume todo con esta sencilla frase:

Cuando éramos enemigos fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo (Romanos 5:10).

La justificación por la cruz de Cristo nos abre paso a la reconciliación con Dios y a todos los beneficios de una vida vivida en comunión con él.

Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo mismo, no tomando en cuenta a los hombres sus transgresiones, y nos ha encomendado a nosotros la palabra de la reconciliación. Por tanto, somos embajadores de Cristo, como si Dios rogara por medio de nosotros; en nombre de Cristo os rogamos: ¡Reconciliaos con Dios! Al que no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que fuéramos hechos justicia de Dios en él (2 Corintios 5:19-6:2).

Mediante el sacrificio de Cristo, Dios nos limpia, nos perdona, extiende su mano hacia nosotros y nos dice: Aquí tienes el camino. Dios ha hecho posible lo que parecía imposible. Ha creado el camino mediante el cual podemos adentramos en una relación vital con él sin que nuestra condición pecaminosa haga violencia a su santidad. Lo ha creado para que podamos conocerle y para que, conociéndole a él, volvamos a entrar en contacto con la fuente de nuestra vida.

La pregunta crucial, pues, que debemos plantearnos es: ¿qué haremos con este camino? Algunos de los que han comenzado a ojear algunas páginas de este libro lo habrán dejado riéndose y burlándose. Siempre ha habido personas así. Otros habrán encontrado ofensivas las ideas exclusivistas de Cristo: que sólo él es el camino a Dios; que sólo él puede quitar nuestros pecados y hacemos aceptables ante Dios. Otros habrán dejado de leer al enterarse del precio de conocer a Dios: la renuncia a la rebeldía, el retorno al señorío de Dios, la sumisión a su voluntad. Pero tú has tenido la bondad de seguir leyendo hasta aquí, lo cual sugiere que tu reacción no ha sido escéptica ni de indignación, sino que persiste en ti el interés y la inquietud de conocer a Dios. Ahora, permíteme preguntarte si estás dispuesto a dar el paso de fe, a acudir a Dios en oración y pedirle que te limpie en virtud de la sangre de Jesús y te conceda una relación personal con él.

La muerte de Jesús —ya lo hemos visto— tiene consecuencias trascendentales. Pero también muy personales. El mismo Pablo, que explora la trascendencia de la cruz en textos como los que acabamos de ver, pudo también personalizarla diciendo: El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gálatas 2:20). ¿Puedes tú hacer lo mismo? ¿Quieres hacerlo?

Si aún no puedes decir que sabes que tienes acceso a Dios a través del Cristo crucificado, estás delante de una encrucijada. Quizás el sinfín de caminos que se abren ante ti sólo te provoquen confusión y perplejidad. O quizás haya llegado el momento de la decisión más importante de tu vida. Quizás sea el momento de dirigirte a Dios con palabras como las siguientes:

Dios, no estoy del todo seguro de si existes o no; pero de existir, quiero conocerte. Sé que hasta aquí he vivido egoístamente, sin preocuparme por hacer tu voluntad. Estoy dispuesto a cambiar, a someterme a tu señorío y a servirte. Reconozco que mis pecados y rebeliones son los que me separan de ti y entiendo que nadie viene a ti si no es por medio de Jesucristo y su muerte redentora. Reclamo para mí aquella limpieza que sólo su muerte en mi lugar puede proporcionar. Oh Dios, recíbeme por causa de mi Salvador, Jesús, y dame el privilegio de convivir contigo para el resto de mi vida aquí abajo, y después para siempre en tu gloria.

¿Qué impide que ores así? ¿Qué impide que acudas al Cristo que murió por ti y le digas: Señor, sálvame?


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"¿Qué debo hacer para ser salvo? Ellos dijeron: Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo" (Hechos de los Apóstoles 16:30-31)
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