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EL DON DEL ESPIRITU Y LA COMUNION CON DIOS


¿Y ahora, qué? Si la justificación del pecador por la muerte de Jesús fuera la totalidad del mensaje del evangelio, nos encontraríamos ante Dios gloriosamente perdonados, pero, en el fondo, tan sujetos al dominio del pecado en nuestras vidas como antes. Sin embargo, las buenas noticias siguen.

Jesús no sólo murió, sino que también resucitó y ascendió a los cielos. Conforme a las Escrituras, resucitó como primicias de una nueva humanidad y ascendió a fin de derramar su Espíritu Santo sobre los que creen en él. Dios no se limita a perdonar nuestros pecados; también nos concede nacer de nuevo conforme a la vida de resurrección de Cristo. El apóstol Pedro lo expresa en estos términos:

Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien según su gran misericordia, nos ha hecho nacer de nuevo a una esperanza viva, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos (1 Pedro 1:3).

Esto mismo es lo que se celebra en el bautismo cristiano. La persona bautizada confiesa que se considera muerta con Cristo en cuanto a su antigua manera de vivir y, por lo tanto, es "enterrada" con él en la sepultura simbólica del bautismo. Pero también se considera "resucitada" con Cristo al salir de las aguas del bautismo, y en lo sucesivo vivirá para Dios en el poder de una nueva vida:

Hemos sido sepultados con él (Crsito) por medio del bautismo para muerte, a fin de que como Cristo resucító de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en novedad de vida. Porque si hemos sido unidos a él en la semejanza de su muerte, ciertamente lo seremos también en la semejanza de su resurrección ... Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él ... Porque por cuanto él murió, murió al pecado de una vez para siempre; pero en cuanto vive, vive para Dios (Romanos 6:4-10).

Es obvio que, al decir que Cristo vive para Dios, el apóstol Pablo no lo dice tanto a causa de Cristo (ya que él, desde siempre, y no sólo después de su resurrección, ha vivido constantemente para Dios) como a causa del paralelismo con nosotros. Morimos con él, somos sepultados con él, resucitamos con él y vivimos la clase de vida que él vive: una vida de santidad vivida de cara a Dios. Nuestra nueva vida, a partir de nuestra regeneración, tiene una orientación teocéntrica. Vivimos con la mirada puesta en Dios, bajo sus órdenes, dispuestos a hacer su voluntad. Y vivimos en la comunión de una íntima relación con él.

- A todos los que creen, pues, Jesús les da el don de su Espíritu. Este es quien potencia en ellos una vida nueva exenta de las taras del pecado. Sin esta "regeneración", no podríamos aspirar a la santidad. Con ella, en cambio, los creyentes tenemos la firme esperanza de llegar a ser como Cristo y, semejantes a él, disfrutar de la comunión con Dios para siempre.

El Espíritu nos es dado por muchas razones, pero sobre todo por dos. Por un lado, como acabamos de decir, inculca en nosotros la santidad. Por eso se llama Espíritu Santo. La persona guiada por el Espíritu conoce lo que el apóstol Pablo llama una progresiva transformación de gloria en gloria hacia la imagen del Señor (2 Corintios 3:18).

Por otro lado, nos revela la verdad acerca de Dios. El es Dios en nosotros. Nos imparte la comunión de Dios. Nos es dado para que podamos conocer a Dios.

Podríamos pensar que, sólo con que Jesucristo estuviera presente con nosotros ahora, sería fácil conocer a Dios; porque, como le dijo el Señor a Felipe: ¿Tanto tiempo he estado con vosotros, y todavía no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre (Juan 14:9). Pero resulta que se ha ausentado. Ha vuelto al Padre que está en los cielos. Sin embargo, volvió allá con el fin expreso de poder estar entre nosotros de una manera nueva. De hecho, como hombre, Jesús sólo podía estar en un solo lugar a la vez. Por tanto, poco acceso tendríamos a él aunque estuviera viviendo aquí en la tierra. Por eso explicó a los discípulos: Os conviene que me va ya; porque si no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros; pero si me voy, os lo enviaré... Y cuando él, el Espíritu de verdad, venga, os guiará a toda la verdad... Él me glorificará, porque tomará de lo mío y os lo hará saber. Todo lo que tiene el Padre es mío (Juan 16:7-15). Tener al Espíritu es como tener a Jesús a nuestro lado para revelarnos las verdades de Jesús y guiamos al Padre.

Nuevamente vemos cómo la santidad y el conocimiento de Dios van cogidos de la mano. Una cosa es imposible sin la otra. El Espíritu no puede ser dividido. No puedes recibirlo a fin de crecer en el conocimiento de Dios y, a la vez, rechazarlo en cuanto al crecimiento en santidad. El mismo Espíritu administra las dos cosas. Por tanto, la persona que pretende tener mucha intimidad con Dios a través del Espíritu, pero que no es santa en su manera de vivir, es fraudulenta. Si nuestras vidas no crecen en amor y en rectitud, no podemos crecer en el conocimiento de Dios. O, para expresar la misma idea de una forma positiva, cuanto más avanzamos en nuestro conocimiento de Dios, tanto más somos semejantes a él.

El profeta Jeremías, refiriéndose al rey Josías, dijo: ¿No practicó el derecho y la justicia? Por eso le fue bien. Juzgó la causa del pobre y del necesitado; entonces le fue bien. ¿No es esto conocerme? declara el Señor (Jeremías 22:15-16). Es esencialmente la misma idea que la expresada por el autor de la Epístola a los Hebreos: Buscad ... la santidad, sin la cual nadie verá al Señor (Hebreos 12:14).

Aun como personas justificadas por la cruz de Cristo y regeneradas por su Espíritu, podemos elegir seguir viviendo una vida egocéntrica y carnal. Pero, por este camino, nunca avanzaremos en nuestro conocimiento de Dios. Sólo le conoceremos en la medida en que andemos en el Espíritu y permitamos que él vaya transformando nuestra vida hacia el patrón del carácter de Cristo.

Pero volvamos al tema principal de este capítulo: la nueva vida en el Espíritu Santo. Si la muerte de Jesucristo en la cruz significa la eliminación de nuestra culpa y, por tanto, el derribo de la gran barrera que existía entre nosotros y Dios de forma que ya no hay nada que impida nuestra entrada en su presencia, la resurrección de Jesucristo significa la concesión de una nueva vida que es aquel principio activo que nos permite adentramos eficazmente en la presencia de Dios. Jesús resucitó como primicias de una nueva humanidad y ascendió a los cielos con el fin de derramar sobre los suyos el don del Espíritu Santo. Así, nacemos de nuevo según la vida de la nueva humanidad.

El texto clásicó sobre este tema es la conversación que sostuvo Jesucristo con Nicodemo (Juan 3:1-21). En ella, Jesús afirmó con toda claridad que el requisito absolutamente necesario para poder entrar en el reino de Dios —es decir, en aquel ámbito donde es posible el conocimiento de Dios— es el haber nacido de nuevo por obra del Espíritu. Se trata, por supuesto, de una operación sobrenatural, "desde arriba", que el ser humano no puede alcanzar a entender. Sólo puede ver los resultados. A fin de cuentas, si somos incapaces de sondear los secretos de la vida carnal, no debe sorprendernos que los de la vida espiritual se nos escapen. Por tanto, si exigimos entender plenamente la regeneración antes de experimentarla, si queremos una explicación en términos psicológicos, fisiológicos, filosóficos o teológicos, buscaremos en vano y nunca estaremos satisfechos. La Biblia nos da ciertas explicaciones y la vida de una persona regenerada da evidencias fehacientes de su transformación; pero son como las evidencias acerca del viento: El viento sopla donde quiere, y oyes su sonido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu (Juan 3:8). No puedes poner el viento dentro de un tuvo de ensayo para entenderlo. No puedes saber el momento preciso ni el lugar exacto en que comenzó a soplar, ni adónde irá a parar. Sin embargo, no por eso dudas de su existencia. No puedes entender todas sus características, pero sí puedes ver cómo hace mover las hojas de un árbol. Ves sus efectos.

De la misma manera, no podemos entender cómo Dios obra en nosotros para darnos nueva vida por obra de su Espíritu Santo. Pero nuestra ignorancia no hace nula la realidad de su obra. Tratándose de una operación divina, no podemos analizarla en todas sus dimensiones, pero sí podemos experimentarla si se la pedimos a Dios. Si vosotros siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan? (Lucas 11:13).

Hemos de nacer de nuevo, pues, si queremos conocer a Dios. La afirmación no es mía, sino de Jesucristo. Hemos de volver a nacer conforme a una nueva clase de vida, porque en nuestro estado natural no podemos librarnos de aquella condición pecaminosa que acttia como barrera de separación entre nosotros y Dios.

Cuando recibimos el don de una nueva vida en el Espíritu, lo primero que empieza a cambiar en nosotros —por así decirlo, la primera manera en la que las hojas se mueven en demostración de la realidad del viento— son los valores de nuestra vida. Antes vivíamos para nosotros mismos y éramos radicalmente egoístas; ahora descubrimos que Dios mismo se convierte en la primera realidad —el primer «valor»— de nuestra vida, que ya no vivimos para nosotros mismos, sino para él y, por extensión, para los demás. En otras palabras, el Espíritu purifica nuestras motivaciones y aspiraciones, conduciéndonos hacia el modelo de Cristo mediante un largo proceso de santificación. Esto erais algunos de vosotros —dice Pablo, refiriéndose a las distintas formas de pecaminosidad que caracterizan al ser humano—; pero fuisteis lavados, pero fuisteis santificados, pero fuisteis justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios (1 Corintios 6:11). Así el Espíritu va derribando en nosotros aquello que, en principio, impedía nuestra relación y comunión con Dios.

En segundo lugar, el Espíritu obra para nuestra iluminación. Nos da entendimiento de las Escrituras y, a través de ellas, renueva nuestras mentes (Romanos 12:2). Así nos capacita para profundizar en nuestro entendimiento de Dios y de sus propósitos en la vida. Por eso, el apóstol pudo orar a favor de los cristianos en Éfeso pidiendo que Dios les diera «espíritu» de sabiduría, de revelación, de conocimiento, de iluminación y de comprensión (Efesios 1:15- 18), a favor de los filipenses pidiendo conocimiento verdadero y todo discernimiento (Filipenses 1:9), y a favor de los colosenses pidiendo una plenitud de conocimiento en toda sabiduría y comprensión espiritual con la finalidad de crecer en el conocimiento de Dios (Colosenses 1:9-10).

A través de la santidad y limpieza moral que el Espíritu produce en nosotros, y a través de su iluminación de nuestra mente para poder entender los caminos de Dios, nos prepara también para la tercera cosa que lleva a cabo en nosotros: la comunión con Dios. Así, el Espíritu nos guía y nos ayuda en nuestras oraciones —es decir, en nuestra comunicación directa con Dios— (Romanos 8:26-27); testifica en la intimidad de nuestro corazón acerca de nuestra relación filial con Dios (Romanos 8:16-17); y, en una palabra, nos administra la comunión de Dios (2 Corintios 13:14).

No disponemos de espacio para seguir hablando acerca de la nueva vida en el Espíritu y de cómo el creyente aprende a desarrollar la comunión con Dios y a caminar con él por la vida. Son temas que requieren todo un libro aparte.

Concluimos más bien volviendo a nuestra pregunta básica: ¿es posible conocer a Dios?

A esta pregunta contestamos con un «sí» inequívoco. No sólo es posible, sino imprescindible, pues el conocimiento de Dios es la meta fundamental de nuestra existencia terrenal. Quien muere sin haber llegado a conocer a Dios ha perdido tristemente lo más esencial de la vida.

Sin embargo, en seguida debemos añadir una serie de «peros»:

— Sí, pero debemos recordar que Dios es infinito y su realidad se extiende muy por encima de nuestra capacidad de entenderle. Nuestro conocimiento de Dios sólo es posible en la medida en que él mismo se hace accesible a nuestras mentes finitas. Por tanto, será siempre parcial y antropomórfico.

— Sí, pero debemos recordar que Dios es santo y no entrará en comunión con seres humanos que se aferran a sus vidas pecaminosas y egocéntricas. Para conocerle, hemos de ser santos como él es santo. El camino del conocimiento de Dios es un camino de transformación moral.

— Sí, pero debemos recordar que hay un precio que pagar. El conocimiento de Dios está al otro extremo de un camino de quebrantamiento, arrepentimiento y humillación. No habrá conocimiento de Dios mientras abriguemos diversas formas de egoísmo y orgullo humanos.

— Sí, pero debemos recordar que no hay auténtico conocimiento de Dios fuera de Jesucristo. El es la imagen del Dios invisible. Él, por así decirlo, es Dios hecho accesible. Tomó forma humana con el fin expreso de dar a conocer a Dios y, por lo tanto, sería un error muy grave intentar buscar a Dios al margen de él.

Sí, pero debemos recordar que no hay posibilidad de conocer a Dios al margen de la salvación que puede ser nuestra en Cristo. l entregó su vida a fin de borrar nuestra culpa, que constituía la gran barrera entre nosotros y Dios; y resucitó a fin de derramar su Espíritu sobre los que creen en él, el Espfritu de Dios mediante el cual Dios mora en nosotros, nos guía, nos transforma y nos transmite su comunión. No hay conocimiento de Dios al margen de la justificación de la cruz y de la regeneración por el Espíritu.

Y ahora sólo resta que cada uno se examine a sí mismo y se pregunte: ¿Conozco yo a Dios? Si nuestra respuesta es afirmativa, oremos en los mismos términos empleados por el apóstol Pablo, pidiendo que crezcamos más y más en su conocimiento. Si, en cambio, nuestra respuesta es negativa o dudosa, preguntémonos: ¿qué impide que nos pongamos en el camino que Jesucristo señala y que nos conduce al conocimiento de Dios?


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"¿Qué debo hacer para ser salvo? Ellos dijeron: Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo" (Hechos de los Apóstoles 16:30-31)
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